Artistas

Manuel Rodríguez de Guzmán

Sevilla, 1818 - Madrid, 1867

  • En la Feria de San Isidro

    c. 1860-1867

Rodríguez de Guzmán fue alumno de la Escuela de Bellas Artes de Sevilla, donde todavía se le citaba en 1845, y de José Domínguez Bécquer, quien le introdujo en la pintura del costumbrismo, que sería su dedicación fundamental.

Durante su etapa sevillana, que abarca hasta 1853, fue nombrado académico honorario de la sevillana de Santa Isabel de Hungría en 1847, siendo presentado por Manuel Barrón. Durante 1852 ejerció de ayudante auxiliar sin retribución de las clases de Dibujo de Figura.

Por lo que respecta a su obra pictórica, en 1838 presentó en el Círculo del Liceo un asunto histórico un tanto exótico para la época: El juicio de Ana Bolena. No fue su única incursión en ese género, pues también se le citan Pedro I mandando arrojar por una ventana el cadáver de su hermano y Toma de Vélez por Fernando el Católico, todas ellas en paradero desconocido. También se introdujo en el campo de la pintura religiosa con un San Sebastián en el martirio acompañado de un ángel, de 1851, y que igualmente está sin localizar. Sí se conocen en colección particular capitalina, y como pertenecientes a la etapa madrileña, un Bautismo y una Confesión (ambos de 1860) que parecen formar parte de una serie de los siete sacramentos.

En la pintura de esa primera etapa sevillana cabe citar –además de un cierto regusto francés en su presentación inicial, el tributo al murillismo imperante en Sevilla o el seguimiento de lejanos ejemplos europeos– la existencia de cuadros característicamente costumbristas, como El ciego cantor, La trapera (ambos con ecos murillescos), Las buñoleras (1851) o las dos versiones de La fiesta andaluza, ambas de 1851; obras todas ellas en las que, dentro de su característica facilidad compositiva, resuelve con maestría la variada expresión de los personajes aunque sea en escenarios reducidos. Un primer traslado a Madrid en 1852 queda interrumpido cuando vuelve momentáneamente a Sevilla a firmar en 1853 cuadros de mayor empeño, como La procesión del Rocío y La Feria de Sevilla (Palacio de Riofrío), animadas composiciones de muchos personajes que cantan, bailan o jalean con abundantes gestos.

La etapa madrileña se da a partir del encargo de Isabel II, de 1853, de pintar «las costumbres de todas las provincias de España en cuadros de dos varas, para formar una regia Galería de este género, satisfaciéndole 30.000 reales al año», encargo que buscaba ilustrar las más célebres fiestas y romerías de las distintas regiones, pero que queda incompleto y sólo le ocupa entre 1853 y 1855, resultando del mismo los lienzos El entierro de la sardina, Escena popular en la Virgen del Puerto (Museo del Prado, en depósito en el Museo del Romanticismo) y La Feria de Santiponce (Museo del Prado), que algunos consideran su obra maestra, además de las citadas La procesión del Rocío y La Feria de Sevilla. Tales obras iban a llevar la colaboración literaria de su padre, Manuel Mariano Rodríguez, a través de una descripción de los correspondientes cuadros, y así se hizo en tres de ellos.

De estos primeros momentos en la corte son también dos cuadros para el embajador inglés en España y su ingreso en la Sociedad Protectora de las Bellas Artes fundada por su paisano Antonio María Esquivel. En otro más ambicioso proyecto pictórico del reinado de Isabel II, la Galería de Retratos de los Monarcas, inspirada en la Francia de Luis Felipe, también interviene Rodríguez de Guzmán realizando El rey Eurico (1856, Museo del Prado, en depósito en la Diputación de Lugo).

Los asuntos taurinos, dentro de la temática costumbrista, son también ejercitados por el pintor, y así cabe citar El torero Lucas Blanco, Una vara, Brindis de un torero, Suerte de recibir y Preparativos de un picador. Su contribución al tema literario se basa sobre todo en Cervantes, del que, además de un episodio del Quijote radicado en Andalucía –Don Quijote escribiendo a Dulcinea desde Sierra Morena–, utiliza sus Novelas ejemplares para representar un Rinconete y Cortadillo (1858, Museo del Prado), que no es otra cosa que un nuevo cuadro costumbrista en la Sevilla cervantina. La obtención de una mención honorífica de primera clase con esta obra en la Exposición Nacional de 1858 nos abriría la puerta a citar su participación en tales certámenes (donde no obtuvo más allá de una tercera medalla en la primera de ellas, la de 1856), así como en la universal parisina de 1855, de lo que nos puede redimir en cuanto a todos estos datos la reciente monografía de L. Méndez Rodríguez.

Más útil es incidir sobre todo en la producción de la pintura de género, con nuevas obras como La habanera (Museo del Prado, en depósito en el Museo de Palma de Mallorca) o Una gitana diciendo la buenaventura a unos gallegos (Museo del Prado, en depósito en el Museo de Zaragoza). Otra temática la configuran los Aquelarres, cuadros inspirados en Goya y que suponen una gran novedad dentro de su pintura en la medida en que se observa cómo recibe la influencia del pintor aragonés a través de las obras de Alenza y Eugenio Lucas. Por último, y dentro de su contribución al retrato, se citan obras de pequeño formato con las figuras de cuerpo entero, en primer plano y al aire libre, en ocasiones ante un tronco de árbol. Así la Duquesa de Medinaceli, la Duquesa de Alba y la Emperatriz Eugenia de Montijo, ataviadas con vistosos trajes de andaluzas.

Se ha definido el arte de Rodríguez de Guzmán –lo hace, por ejemplo José Luis Díez– por su capacidad para componer escenas llenas de pequeñas figuras, minuciosamente descritas en tocados e indumentarias, con dibujo firme y colorido brillante, así como por su habilidad en la captación de los tipos populares en sus diversas actitudes y gestos, construidos con técnica jugosa y colorista, y envueltos en una luz vibrante. De este modo, Rodríguez de Guzmán consigue la expresión de todo tipo de escenarios andaluces, madrileños, taurinos, etc., con total gracia y sabor, y aún más, con una intensidad tal que logra despertar nuestra curiosidad.

Esteban Casado