Bodegón I
Diego Valentín Díaz

Bodegón I

s.f.
  • Óleo sobre lienzo

    35 x 40 cm

    CTB.2009.18.1

  • © Colección Carmen Thyssen-Bornemisza en préstamo gratuito al Museo Carmen Thyssen Málaga

La producción de bodegones de Diego Valentín Díaz es poco conocida. No existen referencias documentales de este tipo de encargos, lo cual no es extraño puesto que era lo habitual en la época, al ser considerado un género menor, y en muchas ocasiones solía ser realizado en los talleres para su venta posterior, sin cliente previo.

Entre las pinturas que se citan en su testamento figuran algunos cuadros de flores, posiblemente de su mano, y en el inventario de 1661 un libro con cuarenta y cuatro estampas de flores, lo que induce a pensar que dedicó parte de su obra a estos temas. En la actualidad se conservan dos floreros que pertenecen a la catedral de Valladolid, otros dos bodegones de flores de propiedad privada y algunos ejemplos en el comercio. Los estudiosos que han tratado la dedicación de Diego Valentín Díaz a este tema han considerado como precedentes, y muestra de su interés por estas representaciones, las flores en jarrones que forman parte del gran lienzo que el artista pintó para el refectorio del convento de Portaceli de Valladolid.

Los primeros ejemplos de floreros llegaron a España desde la escuela flamenca a principios del siglo XVII, especialmente a los círculos cortesanos, y la mayoría realizados por Jan Brueghel (1568-1625). Entre los pintores españoles, el primero que incorporó a los cuadros de bodegones la pintura de flores de forma explícita fue Juan van der Hamen (1596-1631), pero quien generalizó este tipo de representaciones, independizándolas de naturalezas muertas compuestas por alimentos, animales y cacharros fue Juan de Arellano (1614-1676), el más influente artista de la pintura de flores en la Península durante los años centrales del siglo.

Estos temas, aislados, en parejas –como en esta ocasión–, o en series, estaban destinados al ornato de las viviendas de nobles y gentes acaudaladas, que deseaban embellecer sus residencias con una pintura decorativa, amable y de rico cromatismo, ya que la ornamentación era la principal función de estos cuadros. Díaz, activo en una noble y rica ciudad como Valladolid, que había sido sede de la corte en los primeros años de la centuria, debió de tener una clientela proclive a este tipo de encargos. Aunque en su principal actividad, la de pintor religioso, se mostró conservador y poco evolutivo a la hora de incorporar a su estilo las novedades del lenguaje barroco, en la pintura de flores revela su conocimiento del arte flamenco y de los nuevos géneros impulsados por el gusto de la época.

Estas dos obras tienen una composición muy similar, definida por sendas cestas de mimbre que contienen un conjunto de flores –rosas, tulipanes, iris, jacintos, narcisos…– sobre una mesa. Se ha citado en alguna ocasión que el artista muestra en sus cuadros de flores un estilo delicado y preciso, cualidades que pueden apreciase en el caso de estas dos pinturas, en las que juega con los efectos de luces y sombras para generar efectos espaciales.

La riqueza y variedad del colorido, que destaca sobre un fondo neutro algo oscurecido, y el movimiento de las formas realzan el carácter decorativo de las pinturas, acentuado también por la luminosidad que subraya la zona central de cada ramo. Este interés ornamental supera los modelos más estáticos y convencionales de las primeras décadas del siglo y permite recordar también la influencia de cuadros más decorativos de origen italiano, que Díaz conoció posiblemente a través de estampas, y fechar ambas obras en los años centrales del siglo. Por estos motivos también se puede apuntar la posibilidad de que conociera obras de Arellano, que en la década de los años 50 ya había alcanzado la plenitud de su arte.

Trinidad de Antonio