Un día de verano en el Sena
Martín Rico Ortega

Un día de verano en el Sena

c. 1870-1875
  • Óleo sobre lienzo

    40 x 57,1 cm

    CTB.1997.2

  • © Colección Carmen Thyssen-Bornemisza en préstamo gratuito al Museo Carmen Thyssen Málaga

Como es sabido, la mayor parte de la producción paisajística que el gran maestro Martín Rico pintó con destino al mercado europeo y americano está compuesta fundamentalmente por innumerables vistas de la ciudad de Venecia, que retrató desde todos sus ángulos y rincones, dentro del virtuosismo preciosista puesto de moda entre los principales marchantes de arte de la época por su gran amigo Mariano Fortuny (1838-1874), gozando gracias a ellas de una privilegiada posición social y económica entre los artistas de su tiempo, que le permitió vivir holgadamente durante el resto de su vida. Pero Rico también eligió ciudades españolas como escenarios de sus paisajes, como Granada, donde viajó con el propio Fortuny en 1871, Fuenterrabía, donde estuvo en 1872, o Sevilla y Toledo, que visitó en 1875 y 1893, reflejando en todas sus vistas el colorido encendido y brillante del paisaje mediterráneo, que constituye buena parte del atractivo de la obra de este artista, junto a su excepcional calidad técnica; demostración de sus especiales dotes para el género.

Sin embargo, algunos años antes de decidirse a adoptar la ciudad de los canales como protagonista prácticamente exclusiva de sus vedute, Martín Rico residió durante breves temporadas en varias localidades francesas, que ofrecían a sus ojos un tipo de paisaje completamente diferente a los de Italia o España, tanto por su geografía como, fundamentalmente, por su luz y atmósfera, muy distintas a la luminosidad nítida y soleada de sus paisajes más conocidos.

En efecto, en 1869 Rico pinta varias vistas de Poissy, y al año siguiente de Bougival, y reside durante algún tiempo en Cloyes en 1872, pintando varias vistas de Chartres y Sèvres en 1876. Todos los paisajes de estas localidades realizados por el artista figuran en su inventario manuscrito –hasta ahora inédito–, debiendo ser el presente lienzo alguno de ellos, si bien la ambigüedad orográfica de esta vista no permite, por el momento, precisar su concreta identificación. Al parecer, desde el mismo siglo XIX el cuadro se encontraba ya en los Estados Unidos, figurando efectivamente en dicho inventario muchos de estos cuadros vendidos a coleccionistas o marchantes americanos conocidos, como W.H. Stewart o A. Stevens, además de al todopoderoso Goupil, que controlaba la mayor parte del mercado de obras del artista desde París.

Así, el paisaje muestra el ancho caudal de un río, de aguas tranquilas y apacibles, a su paso por una campiña de prados verdes y arboleda. En sus orillas, varios niños pasan el tiempo pescando cerca de un embarcadero, donde pueden verse varios botes amarrados, uno de ellos en proceso de reparación, al pie de un desmonte bordeado por la cerca de una carretera. A su lado puede distinguirse la figura de una lavandera, que hace su colada al borde del agua y, al fondo, una barca atravesando el río, perdiéndose la vista entre las altas copas de los árboles que se difuminan en el horizonte.

Aunque el cuadro se ha venido titulando A Summer Day on the Seine, nada hay que evidencie la estación en que está captado el paisaje, aunque sí es muy probable que, efectivamente, se trate del río Sena, cuyas riberas fueron preferidas por Rico por la claridad espejeante de sus aguas y su particular colorido, cualidades que pueden claramente advertirse en el lienzo y a las que alude el propio artista en sus memorias: «Las orillas del Sena y del Marne, con aquella fineza de color, es difícil encontrarlas en otra parte; nuestros ríos corren, generalmente, sobre arena, y lo mismo los de Italia; esto da un color al agua desapacible y árida, y en Alemania, al revés, son de un verde que me río yo de las manzanas».

En efecto, este tipo de parajes fluviales del interior de Francia dieron a Rico la oportunidad de ejecutar un tipo de paisaje muy distinto al habitual, transformando por completo su paleta hacia los colores fríos y plomizos, con una técnica esponjosa y suave que difumina los contornos y diluye las lejanías, concediendo a toda la vista una atmósfera bucólica y brumosa, teñida de una ligera melancolía, que recuerda de inmediato el paisaje francés de esos años en la estela de Corot, que Rico conocía perfectamente. Junto a ello, sus excepcionales cualidades dibujísticas y su rigor de trazo describen con absoluta nitidez los elementos del primer término, modelando los objetos con grandes planos de color, que recuerdan también el paisaje americano de la época.

Por lo demás, la maestría de Rico en esta pequeña pero exquisita pintura, cuyo mayor atractivo reside en la sencillez de su composición, ajena a cualquier tipo de artificio o pretensión decorativa, queda asimismo de manifiesto en la jugosidad verdaderamente impresionista con que está sugerida la hierba de la ladera, con una modernidad inusual en la pintura española de su tiempo, que no se encontrará hasta los paisajes maduros de Aureliano de Beruete, ya en los inicios del nuevo siglo.

José Luis Díez