José María López Mezquita
El Embovedado
1904-
Óleo sobre lienzo
50,5 x 71 cm
CTB.1996.68
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© Colección Carmen Thyssen-Bornemisza en préstamo gratuito al Museo Carmen Thyssen Málaga
López Mezquita inicia su andadura artística, al igual que muchos pintores de su generación, como paisajista. El paisajismo había arraigado fuertemente en Granada a lo largo de todo el siglo XIX, siendo impulsado por el «descubrimiento» de la ciudad en las décadas románticas a través de los viajeros y de los pintores extranjeros que, con mayor o menor fidelidad, no dejaron de retratarla. Se dio lugar así a una tradición que iba de David Roberts a Henri Regnault, pasando por Kroyer, Josephson, Dietrichson, Joseph Pennell, encargados por el editor MacMillan de ilustrar los Cuentos de la Alhambra de Washington Irving. Los pintores granadinos de fin de siglo se convertían por tanto en herederos de un antiguo y precioso legado: el de la contemplación de la ciudad a lo largo de todo el ochocientos. En efecto, Granada vio pasar por sus calles a Regnault (1869), Martín Rico (1871), Fortuny (1871-1872) y recibiría en el declive de la centuria a Muñoz Degrain, Rusiñol, Casas y Regoyos. Creó toda una escuela de dibujantes que respiraron en la pintura en plein air.
López Mezquita se inicia en el estudio del paisaje tomando notas y apuntes de la vega granadina y, cómo no, del más ilustre de sus monumentos, la Alhambra, del que nos ha dejado varios lienzos, entre ellos, Patio de los Arrayanes (1904) y Patio de la Reja (1905).
De 1904 es también El Embovedado, una vista de la cuidad en la que se integran y relacionan armoniosamente muchos elementos: algunos edificios, entre ellos uno tan emblemático como la basílica de Nuestra Señora de las Angustias con sus torres y crucero; la explanada de tierra ocre que cubre el cauce del río Darro a su paso por la población y que da nombre a este espacio urbano, «el embovedado», con su exiguo tráfico callejero; los frondosos árboles del paseo de la «carrera» con la visión casi omnipresente de ese glorioso telón de fondo que es la sierra con sus cumbres cubiertas de nieve y que otorga al paisaje de la ciudad algo tan peculiar, y único para todos los que lo contemplan.
Hay una clara intención descriptiva en esta composición, diríamos casi un documento de valor urbanístico de notable utilidad para conocer una de las últimas visiones de esa ciudad romántica que tanto había fascinado a los viajeros y que poco a poco iba a comenzar a desaparecer. Así, Regoyos unos años más tarde nos daría la imagen del profundo cambio que empezaba a experimentar esta misma zona de la ciudad a través de dos hermosos cuadros, Derribos (1910) y Puente de las Angustias (1912). Pero no es solamente ese valor documental, casi topográfico, lo que nos aporta este lienzo; por encima de estos aspectos hay un toque de exaltación lumínica, de intención lograda de captar una determinada hora del día, el feliz relato de un mediodía próximo al verano, con la quietud y el tedio un tanto tenso de una hermosa ciudad de provincias que se encierra en la contemplación de sí misma, y que, como dijo Gavinet, «quedará aprisionada en un círculo tan estrecho su contemplación».
López Mezquita no siguió por ese camino del paisaje a lo largo de su prolífica carrera. Por razones que no es necesario resaltar aquí, pronto se convertirá en uno de los más importantes y solicitados retratistas de su tiempo, salpicando su carrera con esporádicas incursiones en la pintura de género y dejando atrás, anclado para siempre –con alguna excepción al final de su vida– el tema del paisaje, lo que hace aún de mayor interés este cuadro.
Miguel Ángel Revilla Uceda