Inmaculada Concepción
Anónimo

Inmaculada Concepción

S. XVII
  • Óleo sobre lienzo

    165,2 x 106,5 cm

    CTB.2006.30

  • © Colección Carmen Thyssen-Bornemisza en préstamo gratuito al Museo Carmen Thyssen Málaga

El tema de la Inmaculada Concepción está estrechamente vinculado al mundo español del barroco. La intensa devoción popular impulsó el culto y el desarrollo iconográfico de esta creencia, que tuvo un largo y lento proceso para alcanzar la condición de dogma, a pesar de las presiones de las altas instancias del poder en España, tanto por parte de diferentes monarcas, como de las jerarquías eclesiásticas. A lo largo de los siglos los pontífices otorgaron privilegios espirituales por medio de diferentes bulas o breves a todos aquellos que participaron de esta doctrina, que sólo fue obligatoria para el conjunto de la Iglesia a partir de 1708. Fue el 8 de diciembre de 1854 cuando el papa Pío IX publicó la encíclica Ineffabilis Deus para establecer como dogma católico la consideración de la Virgen María como única concebida sin el pecado original entre los descendientes de Adán y Eva.

Esta creencia apareció en la Edad Media, en especial tras la fundación de las dos grandes órdenes mendicantes, dominicos y franciscanos, que rivalizaban en su fervor mariano. Pero mientras los dominicos impulsaron la devoción del Rosario, los franciscanos se convirtieron en los principales defensores de la Inmaculada Concepción, hasta la aparición de la Compañía de Jesús. Los jesuitas y el Concilio de Trento (1545-1563) consagraron su triunfo en el orbe católico, aunque, como ya se ha dicho más arriba, tuvo siempre una presencia más significativa en el mundo hispano.

La representación de la Concepción Inmaculada de María se ha plasmado en la pintura de las distintas escuelas de dos maneras: mediante el abrazo ante la Puerta Dorada de Jerusalén entre san Joaquín y santa Ana, padres de la Virgen, y como una figura femenina en los cielos, rodeada por ángeles y, con frecuencia, por diferentes emblemas y símbolos de las letanías marianas, pero sin estar acompañada del Niño, como consecuencia del propio significado de la iconografía: el nacimiento de la Virgen sin pecado original, previo a su condición de Madre del Hijo de Dios .

El primer ejemplo conocido fue pintado por el veneciano Carlo Crivelli en 1492 y se conserva en la Galería Nacional de Londres. Una de las versiones inmaculadistas más difundidas ha sido la inspirada en la visión de san Juan en el Apocalipsis, en la que María aparece envuelta por el sol, coronada por doce estrellas y con la luna bajo sus pies, que se convirtió en la más usada a partir de Trento.

Esta iconografía tuvo un especial desarrollo en España, donde el pintor y teórico Francisco Pacheco, suegro de Velázquez, la definió oficialmente por encargo de las jerarquías eclesiásticas en su libro del Arte de la Pintura, publicado en 1649. A lo largo de todo el siglo XVII y las primeras décadas del XVIII fue un tema muy repetido en los dos principales focos de la actividad pictórica en la Península: Madrid, o la corte, y Sevilla, especialmente en esta última ciudad, donde existió un gran auge devocional y desarrolló su actividad el más influyente pintor dedicado al tema: Murillo.

Esta obra es un hermoso ejemplo de la representación de la Inmaculada y también de su evolución estilística y compositiva a partir del modelo creado por Pacheco en los primeros años del siglo XVII. En esa etapa la figura presentaba una concepción estática, de perfiles cerrados, con la factura lisa y apretada característica del momento y con una amplia presencia de los símbolos de las letanías del Rosario en torno a la Virgen. Con el paso de las décadas, y especialmente en la segunda mitad de la centuria, gracias a la influencia de Murillo, estas imágenes adquirieron un mayor dinamismo, basado en el propio movimiento de la figura y en el agitado diseño de los ropajes. Ésas son las cualidades de esta pintura, por lo que se puede fechar en las últimas décadas del siglo, etapa a la que también pertenece su técnica ágil y suelta y la vibrante tonalidad ambiental. La figura se yergue elegante, vistiendo túnica blanca y manto azul según las normas de Pacheco y como Virgen apocalíptica, rodeada por los rayos del sol, coronada de estrellas y con la luna bajo sus pies, recortada en cuarto creciente. Este último símbolo en origen fue probablemente una culta evocación de la castidad vinculada a la diosa Diana, aunque después de la batalla de Lepanto la cristiandad lo interpretó como el emblema de su victoria sobre la media luna turca. Junto a la luna, en el ángulo inferior derecho de la composición, aparece una retorcida serpiente, alegoría del mal sobre el que triunfa la Virgen. Los ángeles que la acompañan, la mayoría querubines, se disponen sólo en tres grupos poco numerosos: ocupando sendos ángulos superiores y bajo sus pies, creando contrastes de oscuro contra claro, muy característicos del final del siglo. La ausencia de elementos alusivos a las letanías y la escasez de figuras angélicas se corresponden también con los modelos compositivos de ese momento.

Trinidad de Antonio