Claro de luna
Guillermo Gómez Gil

Claro de luna

c. 1910-1920
  • Óleo sobre lienzo

    43 x 53 cm

    CTB.1994.57

  • © Colección Carmen Thyssen-Bornemisza en préstamo gratuito al Museo Carmen Thyssen Málaga

Hubo un momento en la carrera de Guillermo Gómez Gil en el que, avalado por la aceptación que había logrado con su particular manera de interpretar el paisaje, no tuvo inconveniente en utilizar un patrón de fácil resolución y de óptimos resultados al que sometía a escasas variantes y con el que conseguía espectaculares resultados.

Este esquema consistía en vistas marinas en las que el tema se centraba en las variaciones lumínicas. Con un punto de vista bajo y desde la orilla, el mar se plantea desde su inmensidad mediante un resbalar la vista por su superficie, habitualmente serena y sólo activada por suaves olas que acarician la orilla. El horizonte, a dos tercios del límite inferior del encuadre, divide la escena en dos zonas que quedan contrastadas por las tonalidades que la ocupan: la inferior dominada por los verdes marinos y la superior por un cielo que suele teñirse de cálidos rojos anunciando atardeceres o amaneceres, como es el caso que nos ocupa.

A veces, la silueta de una costa nos invita a identificar el espacio. Otras, como en este Amanecer, ausente el litoral, se adivina en una orilla a la que se asoman rocas.

Pese a esta insistencia en repetir esquemas a los que aplica escasas variantes, estas «marinas» de Gómez Gil no están exentas de personalidad. El pintor consigue individualizarlas con la precisa fijación de la hora lumínica, nunca la misma, siempre aportando matices personales y diferenciadores a sus obras.

Sin duda, detrás de esa postura comercial, Gómez Gil no renuncia a expresarse dentro de los lenguajes de la modernidad, aunque con sus reiteraciones nos tiente considerarlo como un pintor dado a la comercialización, como hicieran también un Modesto Urgell o un Meifrèn, por citar a dos pintores que pueden relacionarse con la postura estética, y práctica, de Gómez Gil.

Ciertamente, en las poetizaciones basadas en el color y en unas determinadas condiciones lumínicas hay un ejercicio neorromántico, en cuanto expresión de esa espiritualidad modernista del cruce del siglo pasado. Es palpable, asimismo, una implicación con el realismo finisecular que insiste, como postura de modernidad, en no manipular al espectador relatando únicamente lo que perciben sus ojos.

Combinando realismo con idealismo mediante ese sabio ensamblaje entre la transmisión directa de las formas y la poetización de los tonos, gracias a los cuales la realidad transciende al plano de lo sentido e imaginado, Gómez Gil participa en las poéticas simbolistas no alejadas de la intención prerrafaelista que en Cataluña se está practicando en esos años. Por último, una cierta tendencia a la fragmentación de la pincelada, por sutil que sea su materialización, nos habla de una apuesta por la tendencia, de la modernidad finisecular, a exaltar los detalles para crear un estado de ánimo, que bien puede enlazar con ese entendimiento sobre la subjetividad del color y la interpretación de la emociones a partir de un paisaje –en este caso del mar– que para los simbolistas de ese fin de siglo, como pueda ser Azorín, era sinónimo de modernidad.

Con todo ello, este Amanecer –obra fechable a partir de la segunda década del siglo XX– nos abre a las diferentes actitudes adoptadas por los pintores españoles en relación con la modernidad europea.

Por otra parte, Claro de luna es de los cuadros de la producción de Gómez Gil en los que el efectismo poético es el protagonista del cuadro. Pertenece a un modelo que llega a estandarizar a base de títulos como Puesta de sol, Efecto de luna, Una borrasca y Sol poniente, que repite hasta el cansancio en las exposiciones nacionales y provinciales en las que participa y que indican que el interés del artista es reflejar la luz sobre el mar desde sus condiciones efectistas. El territorio se convierte en mera referencia que centra el paisaje, pero es el mar, la luz sobre el mar, el verdadero tema del cuadro, hasta el punto que técnicamente se plasma con un sistema de pinceladas que aplica la pasta en pequeños y espesos toques que aumentan la materialidad de la superficie registrada y da la sensación de vitalidad de la materia. La soltura de pincel quiere significar una opción estética en la que la mancha, la superficie pictórica, se independiza, y junto al color son los únicos constructores de la obra. Esta opción renovadora se devalúa cuando la asociamos a la carga de efecto que se le aplica con los juegos tonales y nos vuelve a condicionar su lectura hacia los parámetros de lo comercial y conservador, sin que con ello la obra pierda interés.

La estandarización se comprueba igualmente en el uso de esquemas compositivos: el litoral y el horizonte marcan el perfil superior; el mar, violentado por el reflejo de luz, en este caso de la luna, es el punto de atracción de la obra y el elemento jerarquizador de la misma; y la rompiente, con espuma marina y rocas, marca el límite inferior en esquema que se repetirá sin apenas variantes en su larga producción. El carácter comercial de esta obra nos lo dan también las medidas, de escasamente medio metro. Con ella, Guillermo Gómez Gil se inserta en el paisajismo español de fin de siglo, asociable a los movimientos renovadores, pero en la línea menos desgarrada y programática, como un digno representante de un espacio que prefería el aspecto de lo nuevo sin la incomodidad que producía la provocación rupturista.

Teresa Sauret Guerrero