Manuel Barrón y Carrillo
Cruzando el Guadalquivir
1855-
Óleo sobre lienzo
73 x 100,3 cm
CTB.1996.13
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© Colección Carmen Thyssen-Bornemisza en préstamo gratuito al Museo Carmen Thyssen Málaga
Entre todos los escenarios pintados por Manuel Barrón a lo largo de su fecunda carrera como paisajista, fueron la ciudad de Sevilla y sus alrededores objetivos predilectos de sus vistas panorámicas, que pintó desde sus más diversos rincones y parajes, debido al enorme éxito que este tipo de paisajes tuvieron en el mercado sevillano de su tiempo, tanto entre la clientela adinerada de la capital hispalense para ornato de sus residencias, como entre los visitantes extranjeros que acudían a la ciudad, atraídos por el pintoresquismo de sus monumentos y el exotismo de sus costumbres, encarnación máxima del tipismo español a los ojos de un forastero, adquiriendo este género de paisajes y escenas costumbristas de tema andaluz a modo de recuerdo de su viaje.
Protagonista principal de las vistas sevillanas de Barrón fue casi siempre el río Guadalquivir, verdadera arteria de la vida de la ciudad por el carácter navegable de sus aguas, cuyas riberas han sido, prácticamente hasta nuestros días, lugar de reunión y paseo de los sevillanos.
En este caso, el artista representa la vista de una extensa campiña, seguramente a las afueras de la ciudad, atravesada por el caudal ancho y manso de las aguas del río. Junto a la orilla, y en medio de una pradera, se levanta un merendero con un cobertizo. En torno a él tiene lugar una fiesta popular a la que acuden numerosos grupos, en la tranquilidad de la tarde, para merendar mientras disfrutan del baile.
En el primer término, una pareja de paseantes aguarda en el embarcadero a una de las barcazas para cruzar a la otra orilla, mientras surcan las fulgentes aguas del río otras embarcaciones repletas de gente.
Este delicioso paisaje es un ejemplo bien característico del estilo maduro de Barrón, plenamente formado y convertido ya en un maestro reconocido de este género en la Sevilla de su tiempo. Gustoso siempre de las amplias vistas panorámicas, que conceden un gran protagonismo al celaje, perdiéndose en delicadísimas lejanías, resueltas con un especial esmero en la descripción de las pequeñas figurillas y las construcciones que las pueblan, Barrón demuestra una singular exquisitez en los matices tonales de la línea del horizonte, al tiempo que emplea un colorido brillante y esmaltado, de indudable efecto decorativo. Por otra parte, dedica una especial atención a los personajes del primer término, primorosamente descritos con su vistosa indumentaria, dentro del más auténtico pintoresquismo de raíz romántica, especialmente asumido por los pintores sevillanos.
No obstante, en este lienzo quedan todavía de manifiesto claras huellas de la formación académica de Barrón, dentro de las pautas del paisaje clasicista, tanto por la claridad ordenada de su composición como en la disposición de la arboleda y todo el primer término en un mismo plano para sugerir la profundidad espacial, casi a modo de una bambalina de teatro. Logra así, no obstante, una obra llena de encanto, salpicada por el detalle anecdótico de las figurillas, que añaden un componente costumbrista a una vista por lo demás de gran sobriedad orográfica, atrayendo de este modo la atención del espectador.
El cuadro conserva al dorso una etiqueta con un nombre escrito en letra antigua, perteneciente probablemente a una anterior propietaria.
José Luis Díez