Joaquín Domínguez Bécquer
Maja y torero
1838-
Óleo sobre lienzo
62 x 41,5 cm
CTB.2000.42
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© Colección Carmen Thyssen-Bornemisza en préstamo gratuito al Museo Carmen Thyssen Málaga
Joaquín Domínguez Bécquer es uno de los más representativos pintores de la primera generación romántica sevillana y el más afortunado de la familia de artistas de este apellido, pues fue el que más vivió, sesenta y dos años, y el único que cosechó triunfos en vida.
El Quijote de los pintores, como le llamó el artista Mattoni por su carácter y por su figura, llegaría a gozar de la más alta estima e influencia en la sociedad sevillana de su tiempo como profesor, académico, preceptor de los hijos de los duques de Montpensier y conservador de los Reales Alcázares, entre otros cargos y prebendas. Mas, antes de su consagración como artista, debió abrirse paso en el difícil ambiente local practicando la pintura costumbrista junto a su primo José. En justa correspondencia, enseñaría después a su sobrino huérfano Valeriano. Ambos primos sentarían las bases del costumbrismo popular de claro acento sevillano en el que no faltaba la amabilidad murillesca, al tiempo que un dibujo definido y un entonado y suave colorido.
En 1838, Joaquín, que a la sazón contaba veintiún años de edad, ejecutaba esta obra y se convertía en el más caracterizado pintor sevillano del género costumbrista, pues tres años después moría su primo, a cuya práctica se había dedicado con fruición y monopolio. La seguridad en sí mismo y en su obra le hizo presentarse entonces –¿con este cuadro?– a la primera exposición del flamante Liceo Sevillano. Sus cuadros comenzarían a cotizarse pronto cuantiosamente, pues, al año siguiente recibía la ingente cantidad de 1.200 reales por uno vendido al marqués de la Motilla.
La obra en cuestión recurre a una atractiva iconografía que presenta dos prototipos andaluces pintorescos: el torero y la maja, cuyo encuentro tiene lugar en un mesón iluminado alternativamente de luces y sombras. Él, fumando un habano y exhibiendo con aplomo una galana postura; ella, con sonrisa insinuante y haciendo ademán de sacar una prenda para entregar al torero como talismán. Completa el conjunto la presencia de otras dos figuras en segundo plano y que también forman pareja: el picador agitanado, sombrero en mano izquierda y pica en la diestra, y la criada. Completa el ambiente típico de la estancia el cuadro mariano colgado en la pared.
El valor descriptivo de la obra viene abonado por la riqueza y el colorido de las indumentarias típicas, pudiéndosela considerar en rigor una pintura de trajes, mejor que de costumbres : la brillantez del traje de luces, el rosado capote, las zapatillas y montera negras, y las medias blancas del torero; así como el traje blanco y la mantilla negra de terciopelo y los zapatos de charol de la maja.
Gerardo Pérez Calero