Montañas del Rif en el camino de Tetuán
Eduardo Flórez Ibáñez

Montañas del Rif en el camino de Tetuán

s.f.
  • Acuarela sobre papel

    26 x 38 cm

    CTB.1995.58

  • © Colección Carmen Thyssen-Bornemisza en préstamo gratuito al Museo Carmen Thyssen Málaga

Este bloque de ocho acuarelas forma parte de una serie total de doce, que se completaría con las restantes de números 6, 10, 11, y 12. Procede la serie de la casa del general Juan Prim y Prats y fue pintada del natural en la estancia del pintor en Tetuán, probablemente con motivo de su servicio militar en Marruecos. Sin tener garantías de que se trate de un encargo, el hecho de que el asunto no sea bélico aleja la hipótesis de su realización en 1859-1860, fecha de la guerra de África conducida por Prim; más bien parece responder al exotismo de esas vistas y de esa temática de carácter oriental consecuencia de un gusto que se generaliza precisamente a partir de este momento histórico y gracias al prestigio de un Fortuny que había estado presente en la contienda.

El orden de numeración de las acuarelas señala un progresivo acercamiento al objetivo de la ciudad, y así percibimos en el paisajismo de las primeras una acertada captación de lo atmosférico: los azules grisáceos de los picachos en lejanía y el bello azul blanquecino del agua entonan perfectamente con las riberas verdes de la zona media y el blanco del caserío central, bañado todo ello por una luz grisácea que el celaje refleja en un ambiente de gran diafanidad, en el caso de la Ría de Tetuán. La jugosidad de la vegetación en la mitad inferior –con el pintorequismo de las figurillas–, la horizontal de la lejanía y la tenue gradación del celaje, en el Camino de Tetuán. La vivacidad de esos expresivos picachos grisazulados frente a la delicadeza de figurillas y arbolitos, con el reiterado protagonismo de cielo y luz, en lo que respecta a las Montañas del Rif. Y los mismos valores de un paisaje bañado por la luz grisácea, en la vista en lejanía de Tetuán. Pero cuando nos adentramos en la ciudad, la calidad de las acuarelas desciende por las manifiestas limitaciones de Flórez en reproducir interiores, su torpeza para encarnar o dar vida a las líneas de fuga. Todavía la Calle de Tetuán se beneficia de algún valor de luz pese a lo poco agraciado del dibujo –véase lo inverosímil del tramo de arcos angrelados– y la desacertada aplicación de las sombras. La torpeza en la aplicación de las líneas de fuga se hace más clamorosa en el interior de la Mezquita, donde la inverosímil espacialidad no se redime con el bello pintorequismo de figuritas y detalles. Es cierto que la visión sesgada de las naves en la Gran mezquita proporciona una direccionalidad más acertada para plasmar el espacio, pero algún mobiliario religioso como el nimbar no encuentra bien su sitio en ese espacio y las sombras tampoco se matizan lo suficiente. Y en cuanto al último de los interiores, el Café del argelino, si bien la diafanidad del espacio posibilita una cierta atmósfera de luz, de nuevo la geometría de las líneas de fuga no resulta del todo convincente, tal como apreciamos en la ambigüedad de ubicación del arco diafragma y –como consecuencia– en ese lateral derecho cuyos límites no llegan a ser captados con claridad.

Esteban Casado